Había una vez un apuesto príncipe chino por el que todas las muchachas suspiraban. Él, sin embargo, no había conocido el amor. Pero, instigado por sus padres, decidió que debía casarse. Pero… ¿cómo elegir a una sola joven entre tantas aspirantes? ¿Debía elegir a la más bella? ¿A la más rica? Quizás… ¿a la más inteligente?
Durante días, el joven príncipe les estuvo dando vueltas al asunto, hasta que se le ocurrió algo. Ya tenía claro cómo escoger a su futura esposa.
Mandó a sus mensajeros reales para avisar a todas las jóvenes interesadas del reino: debían acudir en una semana al palacio.
Llegó el día, y cientos de hermosas mujeres llegaron hasta el lugar indicado. Casi todas vestían lujosas ropas y se habían peinado y preparado para la ocasión. Todas querían deslumbrar. Todas, menos una: la hija de una de las sirvientas del palacio real, que desde muy joven y en secreto, había estado enamorada del príncipe. Allí estaba ella, con su viejo vestido manchado de hollín. El príncipe, sin percatarse de su presencia, dijo:
– Os entregarán a todas unas semillas. Debéis plantarlas y regresar aquí en seis meses. Quien traiga la flor más hermosa, será mi mujer para siempre.
Las chicas le miraron asombradas. ¿Qué clase de prueba era esa? Aún así, todas tomaron las semillas para sembrarlas.
La hija de la sirvienta enterró la suya con mucho cariño en una maceta de barro que le dio su madre. Cada día le regaba, le cantaba, le miraba con dulzura… Pero la semilla no germinó.
Pasaron seis meses y las jóvenes regresaron a palacio muy contentas. Cada una de ellas llevaba una maceta con una hermosa flor. Una era blanca, otra amarilla… El palacio se llenó de colores y ricos aromas.
Se pusieron todas en fila, y el príncipe comenzó a pasar revista. No parecía gustarle ninguna de las flores. Hasta que llegó hasta la hija de la sirvienta, quien miraba al suelo avergonzada. Su maceta solo tenía tierra húmeda, sin más. No había flores. Ni una pequeña planta.
– Vaya- dijo entonces el príncipe- ¿Qué ha pasado, muchacha? ¿Por qué no traes una flor como las demás?
La joven, muerta de vergüenza, respondió:
– Lo siento mucho, alteza. No sé qué ha pasado… Juro que planté la semilla en la mejor tierra que encontré. La regué, la canté, la traté con todo el amor del mundo, pero no germinó… ¡Lo siento mucho!
El príncipe le tocó la barbilla con dulzura para que le mirara y le dijo:
– No lo sientas… tú serás mi esposa.
El resto de jóvenes no daban crédito.
– ¡Será una broma!- exclamó una muy enfadada.
Sin embargo, el príncipe hizo como que no la escuchaba. Tomó de la mano a la hija de la sirvienta y subió con ella hasta el balcón del palacio. Desde allí, les dio una explicación:
– Estuve pensando mucho para decidir qué valor quería buscar en mi mujer. Ni la belleza, ni la riqueza… Decidí que el valor más importante sería la VERDAD. Por eso, mi mujer será la única joven que no quiso engañarme. Todas recibisteis semillas estériles. Es imposible que ninguna diera una flor. La única que se ha atrevido a contarme la verdad, es ella. Y esta joven será vuestra emperatriz.
Y así fue cómo la hija de la sirvienta, enamorada como estaba del príncipe, consiguió casarse con él.
Más bien, al vivir la verdad con amor, creceremos hasta ser en todo como aquel que es la cabeza, es decir, Cristo.
Efesios 4:15
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